viernes, 8 de octubre de 2010

NUNCA - PABLO ALBORNOZ







Marta estaba pensando. Meditaba furiosa, con la mirada fija en las torcidas baldosas: no le gustaba la disposición del piso, había mosaicos amarillos y rojos, definitivamente no le gustaban.

Golpeó sus manos por última vez junto al portón de la casa pero nadie la atendió, entonces regresó a la suya.

Atravesó un pasillo de gatos, telarañas y polvo; al fondo destellaba el monitor de la computadora. Alguien la obligó a defenderse de la tecnología y a sus setenta cinco años se debatía entre los botones; pero la sabía usar para lo que quería. El teclado estaba salpicado de importantes cagadas de moscas. Tomó el teléfono y marcó. La mujer tenía la cara sucia de pecas, el pelo color bronce con raíces blancas. Todo a su alrededor era deterioro. A Marta ya nadie la quería, pero eso no le importaba. Los años le habían caído de golpe aplastándola; se había convertido en una enana refunfuñante, parecía una caldera de cobre a punto de estallar.

–¡ Hola, Lautaro ! Escúchame un momento: acabo de venir de tu casa, pues no me atendías. ¡No me puedes escribir, la puta madre, no me puedes escribir un cuento donde todo el tiempo aparece la palabra “nunca”! Nunca, nunca, nunca. Te devora la ignorancia infeliz ¿En qué estabas pensando? – y colgó el tubo violentamente.

Marta se quedó mascullando y tipeando durante las horas restantes del día, sin bajar la vista del fulgor en el papel. Lo hacía de manera demencial, espantando a las gatas, sus crías y sus abortos; y se pudo ver que a la escritora le faltaban dedos. Sus manos eran inválidas estrellas de mar. Los nudos que tenía –sobre todo del pedazo del dedo pulgar derecho– aún sangraban, y las cagadas de las moscas sobre las teclas no eran tales, sino la llovizna escarlata de su desenfreno. Y así transcurrió el tiempo. Pasaron siete tardes, con sus madrugadas y sus sombras, mientras las gatas hambrientas y desatendidas se comían a sus camadas. Al ver que la corrección del texto no florecía, sintió que una larva enorme la rumiaba: un monstruo que irrumpía desde su interior. Y el teclado se seguía manchando, día y noche, al compás de su dactilografía, como un concertista poseído. Y se dio cuenta que Lautaro no existía, que la casa de las torcidas baldosas tampoco. Era ella sola la que vivía, y se había sometido a la tarea de corregir lo incorregible –su vida–, a terminar un cuento incontable, a sufrir en cada línea ante la presencia de un “nunca”, y murió víctima de su obsesión, salpicándolo todo, habiendo deseado alguna vez acariciar a sus únicos compañeros.

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